Fotos de Susy

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La Perrita Susi



Susi, amor intensamente efímero


Desde un principio cuando llegó a casa tenía ya un mes de nacida y, desde ese mismo inicio, me llenó de una ternura inconmesurable.

Cuando mi cuñada Lupita se la prometió, desde ese instante Gabriela empezó a profesarle el cariño inocente que apenas los niños pueden tener. Yo había tenido mis reservas propias en relación a tener una mascota en la casa, y nada tenía que ver con algún coraje o falta de cariño a los animales, al contrario, siempre existe el riesgo de que termine uno encariñándose con cualquier animal, sobre todo aquellas mascotas que responden cálidamente al halago. Mis reservas las justificaba para mi, siempre con el pretexto de que no tenía tiempo de atender como debe de atenderse a una mascota.


Gabriela, tenía apenas pasaditos 6 años de edad cuando recibió en sus brazos a Susi, pequeña, casi del tamaño de una rata, peludita, parecía un monito de peluche. Recuerdo que desde ese primer día que la tuvo entre sus brazos la miraba como si fuese la mejor posesión que había tenido en su cortos años y decidió entregarle todo su cariño. Al hablarle a su perrita la voz de Gaby se adelgazaba en un tono cariñoso, a la que en un principio le había preferido bautizar con el nombre de Doki para después de tres semanas convencerse de que había que cambiarle de nombre.


Sus amiguitas de la escuela cuando se enteraban del nombre de la perrita suponían que era un perrito macho, porque el nombre sonaba muy masculino, pero a Gaby le gustaba el nombre de Doky y, aún a pesar de ello, de que a ella le gustaba, decidió buscarle un nombre que sonara más femenino y decidió ponerle un nombre menos canino y que más parecía hecho para una persona. Por supuesto que a Gaby no le importó que el nombre haya estado ya apartado para una persona, porque además el trato que le ofrecía Gaby a Susi, su adoptada, era de un ser humano. Yo cometí la osadía como un casi reclamo de decirle que ese nombre no le quedaba bien a su perrita, que había que ponerle un nombre más de acuerdo a su condición animal. Pensaba yo que Susi no era nombre para adjudicárselo a una perrita.


-¡No importa!- Fue la respuesta en seco de mi hija y remato diciéndome: -A mi me gusta.


Respuesta contundente la que obtuve de Gaby. Ahí donde comencé la discusión con ella en relación con el nombre de su perrita, ahí mismo terminó. ¿Qué podía yo hacer si a ella no le importaba mi opinión en relación al nombre para su perrita? ...y peor aún para mí: No sólo no le importó mi opinión, si no que además le gustaba ese nombre para su nueva mascota. ¡Nada podía hacer ya!


Tuve que detenerme ante mis comentarios prejuiciosos y olvidarme de que los nombres no pueden ser propiedad de nada ni de nadie. ¡Total! Recordé que hay tantos nombres equivocados, que van donde no deben ir. Hay personas que llevan nombres que no van de acuerdo a su personalidad, a lo que son o a cómo se ven las personas, o que tienen nombres que a veces suenan ridículos, intentando ser modernos. Tengo el prejuicio cultural de que a veces somos lo que nos llamamos.


Recuerdo en una ocasión que siendo funcionario y teniendo que atender a una persona, ésta pidió audiencia conmigo. La secretaria me avisó que había llegado la licenciada Tiburcia Yocupicio.


Quise imaginarme a una mujer con ese nombre: Tiburcia.


Sorpresa tuve cuando entró una mujer joven, con sobrado porte, ojos un poco rasgados, su piel cobrizada, cabello largo lacio, con un rostro que reflejaba seriedad, y a pesar de ser leve su sobria sonrisa, ésta le hacía ver un rostro radiante. Era una mujer indígena de rostro hermoso. Venía de una comunidad vecina, locutora. Pude haber apostado juzgando por su nombre y hubiera sido una apuesta perdida para mí.


Hubo también en que andando recorriendo una comunidad, pobre de las más pobres, conocí a un hombre llamado John, era un hombre mediano de estatura, rostro pintado de moreno y curtido por el sol, con plieges en su alargada cara que le descubrían sus años. Sus dientes estaban apiñados unos contra otros, como si lucharan entre sí para ocupar un espacio en su quijada. Los gruesos pelos de color negro azabache de su cabeza le empezaban a nacer casi desde la mitad de su frente, lo que hacía que pareciera que su cabeza tenía menos espacio de lo normal. Era de una frente pequeña. De su cuerpo se veía sobrado de huesos por donde sea que se le mirara. Era un hombre con un feo muy exaltado.
-Me llamo John- Así me lo dijo de golpe, sin ninguna otra expresión en su rostro, acostumbrado ya a su propio nombre.


Por eso cuando Gaby argumentó lo del nombre para su perrita ya no hubo más qué decir de mi parte e hice lo mejor que un padre puede hacer en estos casos: Callarse. Susi se llamaría de aquí en adelante su perrita, Susi para todos, incluido yo mismo. Contundente fue esa decisión de mi hija.




Quererse de golpe... sin avisar...


La felicidad de Gaby se multiplicó con la llegada de Susi que pasaba varias horas al día dedicada a ella. Era una perrita muy pequeña que no llegaba a la altura ni de diez centímetros y no crecería mucho, al menos eso esperábamos, porque era de una raza pequeña de origen francés, french poodle.


Yo no conozco mucho sobre perros, pero tuve que atarme al internet algunas horas para conocer cómo son estos perritos y poder ayudar a Gaby para que cuidara a Susi. Supe que a estos perritos hay que cuidarles y quererles mucho. Por querencia sabía que no le haría falta a Susi, pues con el cariño que Gaby le daba a raudales a su nueva mascotita sobraba para querer a varios perritos al mismo tiempo y hasta la humanidad entera.


Después de desentenderme de si la haría falta cariño a Susi me quedé tan sólo con la preocupación sobre los cuidados de la salud física de Susi, pues la época no era buena económicamente y corríamos el riesgo de no tener dinero para curarla en caso de enfermedad.


Al primer mes de estar viviendo en casa, Susi ya había aprendido a querer también a Gaby, se notaba que le respondía con la misma intensidad amorosa que mi hija le ofrecía. Cada día que Gaby llegaba de la escuela, la primer cosa que hacía era saludar a Susi, y ésta le respondía a brincos, parecía un pequeño caballito blanco reparando de felicidad. Me daba la impresión que a Susi los saltos no le alcanzaban para desahogar el gusto de encontrarse con Gaby, después de cuatro horas sin verse. Brincaba tanto que a ratos parecía que flotaba en el aire. Sus cuatro patitas cortas coincidían al mismo tiempo despegadas del piso que daba la impresión de que se detenía por un momento a flotar y que ahí se quedaría. El furor amoroso de Susi no alcanzaba a descargarse con tanto brincoteo. Tal expresión de amor incondicional hacía que Gaby se sintiera feliz.


A veces he pensado que si así aprendiéramos a amarnos entre las personas seguramente habría menos conflictos en la vida y en el mundo; pero los seres humanos en general aprendemos a amar en una forma viciada, torcida, condicionada, esperando siempre a cambio algo mucho más valioso de lo poco que damos. Ese amor entre una niña y su perrita se parecen tanto el uno al otro en su forma tan incondicional, que no esperan nada a cambio una de la otra y se quieren sin siquiera preguntarse si del otro lado hay respuesta suficiente. Simplemente aman. No hay rencores, no hay corajes almacenados; ni siquiera después de una regañada, que se daba la media vuelta y ya estaba todo olvidado. Siempre que Gaby reprendía a su mascotita, ésta sólo doblaba sus pequeñas y peludas orejitas y se aplastaba casi hasta el suelo, empequeñeciéndose más de lo que de por sí era, pero enseguida le manda una frase cariñosa y Susi movía su apenas notorio rabito


El mundo de colores


Al segundo mes de edad de Susi hubo que llevarla al veterinario para que la vacunara y prevenir alguna enfermedad. Para ese día Gaby ya había ahorrado en su alcancía la mayor parte del dinero que gastaría en el doctor de animales. Al vacunar a Susi, el que se había convertido en su médico de cabecera por esta única ocasión, recomendó que había que repetir la vacuna en un mes más para prevenir que se enfermera.


Sin poder evitarlo Gaby nos contagió el cariño hacia Susi. Yo me resistía a ello, pues ya había tenido cuando niño experiencias que resultaron dolorosas para mi corazón infantil cuando, teniendo cinco años de edad, tuve un perro que resulté queriéndolo mucho y al que le llamé por el nombre de su color: Prieto. Prieto era una palabra que formaba parte de la jerga sonorense. Ese sí era un nombre adecuado para un perro, así pensaba al menos, porque negro era su pelaje, negro completo, de la nariz a la cola; entonces le pusimos prieto, nombre adecuado a su apariencia; que por cierto de este perro siempre me lo recordaba mi amigo Toño Cázarez, porque le decíamos Toñoprieto, cuando nos referíamos a él. "Toñoprieto" se decía cuando se presentaba a sí mismo, y al preguntarle a Toño que si cómo estaba -Bien prieto – respondía él.

La palabra prieto siempre me recordaba a ese mi perro, que aunque ya habían pasado varias décadas de su muerte, lo seguía recordando. Buen amigo fue mi prieto perro, buen amigo fue también el Toñoprieto, que también decidió un día irse.


Al igual para los nombres de los colore, aún recuerdo que para ello siempre teníamos nuestra jerga personalizada. Al azul claro le llamábamos celeste. Cuando niño para mí el celeste era eso, un color, y no los cuerpos del espacio. Al color colorado supe después que también se le llamaba rojo, pero para mí, no fue si no hasta que entré a la escuela a la edad de cinco años y medio, con la profesora María Luisa, quien me llevó de oyente y terminé siendo un alumno regular, cuando supe que el colorado era mejor llamarle rojo. Quizá porque así era mejor para enseñarnos la letra erre. El celeste, ése si era bonito nombre, porque sonaba a cielo claro, a cielo luminoso y durante muchos años me resistí en llamarle de otra forma, hasta que la presión del mundo fue cambiando cambiando mi costumbre y se consideró antiguo llamar con la palabra celeste al color azul claro. De ahora en adelante había que llamarle azul claro. El juego de los nombres de los colores me persiguió durante muchos años y siempre había colores más complejos que no los entendía y no sabía cómo identificarlos. Alguna vez escuché nombrar el color rosa fiucha. Me llamó la atención ese nombre de un color porque para mí todos los tonos que se parecieran al rosa, les llamaba así nada nada más, rosa; además no podía concebir a quién se le había ocurrido un nombre tan ridículo para llamar a un color de esta forma. Seguramente, pensaba yo, el que inventó ese ridículo nombre, también era un ridículo, que no tenía más qué hacer y que posiblemente sea de gustos inclinados a las modas que la televisión anuncia; pero además ponerle apellido al rosa era denigrar al propio color, y más aún
ese apelativo tan ridiculizante: Fiucha. Si el rosa hablara seguro nos reclamaría la ridiculización que hemos hecho de él. Con el celeste, nuestra jerga fue más benévola, pues al acabarse la moda de llamarle celeste, le cambiamos de nombre por el de azul claro. El nombre celeste quedó relegado de mi memoria por muchos años, hasta que unas tres décadas después escuché a la Juanita López decir que qué hermoso se le hacía el cielo celeste de Chiapas, un día de esos escasos que no había nubes en el cielo. Me sacudió Juanita más de treinta años y mandó mi memoria emocional hasta la edad de la escuela secundaria sin hacer escala alguna y sin prevenirme. -Fuiste brusca, Juanita- pensé yo en ese momento. –Mandarme así con esa evocación hasta mi adolescencia, ya dejada muy atrás, junto con el celeste olvidado.


Pues en aquél entonces cuando creía que el mundo tenía poco más de tres años de existir, y no tantos millones de evolución como me hicieron que me enterara después los maestros, decidí ponerle el apodo de Prieto a mi perro. Fue un perro que creció grande y fuerte. Tan fuerte era que resistió dos envenenamientos intencionales de algún mal vecino encorajinado. Era un perro que tenía el rostro de animal feroz y mis vecinos le tenían miedo. Hasta que alguien, oculto entre la noche, le ofreció al perro un jugoso filete de pellejo con veneno por tercera ocasión y un amanecer lo miré muerto. Mi corazón de tres años sufrió la pérdida, pues ahí se me iba el cariño que había construido con tantas cosas compartidas con mi perro, que también me quería y me cuidaba.




Mi hermano el Capitán


No fue de nuevo si no hasta cuando tuve algunos doce años, cuando recibimos en la familia otro perro. Ya para entonces éramos seis hermanos, más el perro, ahora completamos la cuenta de siete y, todos, muy pronto, nos encariñamos con el nuevo miembro de la familia al que le pusimos por nombre Capitán. Llegamos a quererlo tanto que tuvimos que adaptarle nuestros apellidos de familia. Capitán Miranda, le hacíamos llamar con todo y apelativo. Ahora sí que tenía nuestro perro su mejor linaje, ya era un perro de linaje humano y nosotros acabamos por adquirir su linaje perruno.

El Capitán era hijo de una cruza de perros, de perra pastora alemán y de perro boxer, de hocico recio y mirada cariñosa. Nos lo había regalado nuestra abuela paterna, Carmen se llamaba nuestra abuela, quien trabajaba de servidora doméstica en una casa de una familia que tenía varias veces más dinero que nosotros. Esa familia adinerada le regaló este perro, que por venir de allí pensaban que ya era era un perro de abolengo, pero el verdadero abolengo lo obtuvo cuando fue nuestro.


Cuando llegó el capitán, mi hermano Luis Alberto fue el elegido del perro para querer más. Yo aún no estoy tan convencido de quién eligió a quién para quererlo, si fue el perro el que eligió a mi hermano Luis o fue mi hermano quien eligió al Capitán. El caso es que eran su favorito uno del otro. Tanto se querían que terminaron en un proceso de mimetización, tanto que de pronto, sin darnos cuenta los demás hermanos, se fueron pareciendo poco a poco el uno al otro. Yo no se aún si Luis tenía la cara parecida al Capitán o si el perro era quien había tornado su rostro por uno más humano, si fue así, el perro escogió parecerse a quien más quería, y decidió parecerse a Luis.

Catorce años duró la vida de este fantástico perro. Era el excelente guardián. Guerrero y cariñoso. Peleaba si se trataba de pelear, jugaba intensamente si deseaba jugar. Vivió nuestras glorias, nuestros dolores y nuestras crisis. En una época difícil para la familia, de esas difíciles que nunca faltan, el perro aguantó junto con todos nosotros varias crisis, fue muchas veces sobreviviente. Algunas veces duró varios días sin comer. Mi madre a veces le rogaba a la señora de la carnicería llamada El Dobo, distante a dos cuadras y media de la casa, que le regalara algunos pellejos o aserrín de hueso que obtenían de serrar todo el día hueso de res. A veces lo conseguía regalado y a veces se lo pagaba a un precio muy bajo, acorde a lo que se
podía pagar; pero hasta mi madre, Clara como se llamaba, vivía la preocupación diaria del perro. Un día el Capitán se enfermó por varios días y comenzó a sufrir mucho. Se quedó sin poder mover sus patas traseras. Pudimos conseguir que el veterinario por un pago muy módico lo revisara y su diagnóstico fue fatal: -Se va a morir este perro- Dijo sin más ni más. -Ustedes elijan si quieren que le ponga una inyección para ayudarle a bien morir, porque con esta enfermedad se va a morir de todas formas y además sufrirá mucho.


La decisión de mi madre fue aplastante: -Eutanasia canina. Nadie de nosotros discutió. Sabíamos que era la menos peor de las decisiones. Ni siquiera discutimos la validez moral o inmoral de la eutanasia perruna. No se nos ocurrió tampoco pensar en si había algún castigo divino por adelantar la partida de nuestro amado perro.


El veterinario dijo que con una vacuna que se le inyectara sería suficiente para que el perro muriera. No se si fue la fortaleza del perro o si el perro no quería morirse, pero el veterinario cuando le puso la segunda inyección letal aún el Capitán no quería morir. Dos horas después se quedó dormido para siempre. Todos en la familia quedamos adoloridos por la muerte del Capitán. Todos lloramos la despedida del perro de catorce años. Fueron catorce años en que nos conocimos y compartimos con él tantas cosas. Era un perro maravilloso nuestro amigo Capitán Miranda.


Junto con el Capitán tuvimos un pequeño perrito que no creció más que algunos 15 centímetros, porque así es su raza de perro, que no sabíamos distinguir cuál raza era. Punky era como le llamábamos por nombre. Era el mejor amigo del capitán. El perro, el mejor amigo del perro. Cuando el Capitán murió, el Punky se quedó triste y así quedó triste durante varios meses más hasta que también decidió morir un buen día sin avisar y seguir la huella del Capitán.




Susi ha llegado


Fueron los últimos perros que quise tener. Tuvieron que pasar muchos años, hasta que llegó mi hija Gabriela, quien, a como crecía, me daba cuenta de su cariño hacia los animalitos. Veterinaria, ha dicho incontables veces que quiere estudiar.
Cuando vivíamos en Chiapas cuidó un par de conejitos. Decía a la edad de tres años que los pajaritos que cantaban entre los pinares que rodeaban la cabaña, donde vivíamos en San Cristóbal de las Casas, eran, todos, sus mascotas y que ella había decidido que serían siempre libres. Los conejitos que tenía los tenía libres y, éstos, iban y venían por entre los pinares que rodeaban la casa en medio de la montaña y a veces se metían a la cabaña a comer de las manos de Gaby.


Tuvo también varias tortugas y alguna vez llegó a tener hasta un grillo de mascota. Tuvo unos periquitos australianos y deseaba tener unas ranas verdes de mascota.


Un día llega la esposa de Luis, mi hermano, con la noticia de que la perra que tiene en su casa había parido no se cuántos perritos, y que uno de ellos se lo regalaría a Gaby cuando tengan un mes de vida. Pero para Gaby, ya desde ese momento, desesperaba por ir por su recién nacida perrita y no dejaba un día de recordarnos de alguna forma su deseo de tenerla.


Con mis experiencias guardadas en la memoria del corazón me daba temor que Gabriela pudiera sentir el dolor de la muerte de una mascota, sobre todo que la situación económica no estaba como para gastar en un perro. Por un momento olvidé que con muy poco tiempo la mascota deja de ser un animal y se convierte en un miembro más de la familia. Pero era casi inevitable ya que Gaby tendría su mascota.


Por fin, para la felicidad de Gabriela Susi llegó. Desde el primer día de su llegada noté esa ternura infinita en ese bichito tan pequeño, de ojos graciosos, grandes y redondos que lo miraban a uno con inocencia. Supe ahí que ya la quería, pero más amé la felicidad sin fin de mi hija Gaby cuando observé que su contento no le cabía en su cuerpo por tener entre sus manos esa bolita blanca de pelos. Lupita, la dueña de la mamá de Susi, le había puesto a la perrita unos moños pequeños en su pelo pegados con silicón que la hacían verse muy coqueta.




Adiós Susi


Día a día, durante ciento veinte días, Gabriela disfrutaba con Susi como si fuera el último de su vida. Descubrí el derroche de felicidad cuando empezaba a perder el tono normal de su voz, cuando le hablaba con cariño a su perrita. La voz de Gaby se hacía mucho más aguda porque así decidía fingirla, aguda, pero cariñosa. Era un tono amoroso y triste, era una voz que estaba entre el llanto y la felicidad, una voz casi quebrada. Susi prorrumpía inmediatamente en brincos y a saltos graciosos se acercaba a Gaby.


Cuatro días antes de llegar la primavera Susi enfermó. Ese día se levantó sin querer tomar ni comer nada. Al siguiente día amaneció peor y ni siquiera pensamos en llevarla a que la viera el doctor de perros, no teníamos dinero para pagarlo y buscamos por nuestros propios medios cuidarla. Para entonces ya el cariño que le teníamos al animalito era suficiente como para preocuparnos.

Un día antes de la primavera la obligamos a tomar suero combinado con unas vitaminas y medicina para el estómago, pero fue inútil. Su sabor ha de haber resultado para Susi como el quijotesco bálsamo de fierabrás. La información que teníamos era que es una enfermedad de la que llevaba muy pocas posibilidades de sobrevivir y que moriría en cualquier momento.


El día que amaneció la primavera me levanté temprano y miré a Susi aún débil. Me punzaba el alma la impotencia para aliviarle el sufrimiento. Regresé a recostarme, aún eran como las cinco de la mañana. Una hora después me asomé de nuevo porque escuché una tos de Susi que parecía dolorosa. Al mirarla tendida en su lecho, recostada de lado, me di cuenta de que estaba muriendo y que sólo era cuestión de minutos. Parecía que esperaba algo o a alguien. No tuve valor en ir a despertar a Gaby para que se despidiera de su Susi. No creí conveniente que la viera morir, porque su corazón sufriría si viera la agonía del animalito que tanto adoraba. Le hice unos cariños a Susi, le toque su crespado pelo, blanco como la nieve, me despedí de ella y murió.


Gaby aún estaba en la cama, dormía con su madre, era temprano aún. Con el corazón apachurrado le platiqué a Gaby que Susi había muerto. Gaby lloró amarrada con sus dos bracitos delgados tomada del cuello de su madre, después se dio la vuelta y me abrazó por dos minutos llorando, doliéndose del alma por la muerte de Susi. Lloré junto con mi hija de verle su tierno corazón sufrir. Su madre y yo dejamos que llorara hasta que ella deseó hacerlo, pero pudo entender la muerte cuando se topó de frente con ella y entendió el dolor que causa la perdida de un cariño.


21 de abril 2007

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